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En busca de la ola perfecta

lunes, agosto 6, 2018

Scott Robertson, entrenador de Crusaders

DatWebdigital.com

Scott Robertson

Algunos años atrás, cuando Scott Robertson todavía dirigía a Canterbury, Serge Blanco le propuso la osadía de incorporarse como entrenador en Biarritz. En 2017, después de que Todd Blackadder se marchara a Bath, los dirigentes de Crusaders entrevieron a su sucesor en el advenedizo Razor, sobrenombre llegado de aquellos días en que fuera vigoroso flanker de la provincia. Hace apenas meses, en Gales imaginaron a Robertson en el puesto de Warren Gatland. Y al mismo tiempo o casi, en Australia el ex talonador Jeremy Paul habló de lo bien que encajaría ese rubio tan cool como sucesor del hombre intranquilo que encarna Michael Cheika.

El resultado de esta síntesis es una línea de tiempo en la que constantemente aparece Scott Robertson, cruzando de un lado al otro todas las hipótesis, allá donde se genera una vacante.

Podemos suponer que Blanco, como clarividente zaguero que fue, conservará la costumbre de una visión periférica con la que anticipar una jugada antes de que se materialice. Y que le haya añadido el olfato afinado de un hombre negocios. Todo eso le pudo ayudar a deducir que había mucho más de lo evidente en los apuntes que Robertson había dejado como asistente de Rob Penney en Munster (2008-2011) o de Tabai Matson después en Canterbury. O en el Mundial sub20 que ganaron en 2015 sus Baby Blacks, con un buen número de nombres hoy familiares, por cierto.

También puede ser, diríamos irónicamente, que Blanco sólo pensase en el surf: y que se imaginase que lo que no podía prometer su incierto BO, al menos lo compensarían las olas que Robertson pudiera cabalgar frente a las costas del pueblo ballenero…

De un modo paralelo, puede que la audacia en la elección de Robertson como alternativa para una sucesión incierta como la de Blackadder en Crusaders fuera una decisión meramente natural. Que ha salido bien, como podría haber salido mal… Todo puede ser, pero en el rugby neozelandés parece dominar una tendencia a la promoción y transmisión interna del saber, que actúa como red de seguridad en los procesos de decisión. Quién mejor que el que viene por detrás -y ya conoce la casa y el paño- para gobernar una transición potencialmente traumática.

En realidad, Robertson quebraría esa línea de promoción interna y relevos in house si sucede a Hansen por delante de su asistente desde 2011, Ian Foster. Pero, ¿alguien podría considerar ilógica tal elección? Robertson forma parte del sistema.

Ahora resulta sencillo proponer al expansivo Razor como entrenador en cualquier latitud. Ahora no hay mucho espacio para refutar que su siguiente paso será ocupar el inmenso espacio de Hansen en los All Blacks. Ahora no hay que ponerse demasiado hueco para señalar a la franquicia de Christchurch como un ideal en lo que se refiere al juego. Ahora parece todo obvio, considerando que es ya bicampeón del Super Rugby.

Pero, seamos más generosos que cínicos: concedámosles tanto al tótem biarrot como a los gestores de Crusaders la virtud de una anticipatoria sagacidad: donde otros veían un surfista madurito, ellos intuyeron a un entrenador programado para el éxito.

Lo que a lo mejor nadie vio venir fue la exhibición de break-dance… pero hasta de eso había antecedentes: ya lo hizo después de ganar el Mundial sub20.

Lo sensacional no fueron tanto esos giros en el suelo que se hicieron virales de inmediato, sino lo que significaban: haber logrado no solo la continuidad ascendente del rendimiento de Crusaders, sino su perfeccionamiento por la vía de la culminación. Título al primer intento. Hoyo en uno. Llegar y meterla.

Si subrayamos esto es para recordar que Crusaders iban camino de los diez años sin títulos cuando lo ganaron el año pasado. Y que se han subido a la poltrona justo en el ciclo entre mundiales, tras la retirada de Richie McCaw y la marcha a Francia de Carter. No es solo que el equipo fuera regenerado en tiempo récord, pese a la inmensa brecha que dejaron los dos gigantes. Es que lo hizo mejorándose a sí mismo, con una crecida paulatina, iniciada de forma muy nítida ya con Blackadder.

Mientras Lions y Hurricanes se disputaban la hegemonía con un rugby ultra ofensivo y colonizaban sus respectivas selecciones, Crusaders creció en torno a una insospechada redefinición del juego equilibrado y del ataque a partir de la defensa (transiciones mortales de la reacción a la proacción). Un nuevo canon subido al canon anterior y a otros cánones precedentes. El interminable progreso.

Si Hurricanes y Lions aspiraban a construir una dinastía o una rivalidad secular, los cruzados la derribaron de inmediato. “Dejad de adorar el rugby vértigo y a sus becerros de oro”, parecieron decir. “No-so-tros somos los Crusaders. No-so-tros somos el rugby”.

La amenaza fantasma (la provincia más ganadora de todas) no tomó cuerpo ese año: tras el corte de la ventana de junio, los prometedores Crusaders declararon su inmadurez cayendo en cuartos de final contra los Lions.

Fue un brusco desenlace para su magnífica progresión durante la temporada regular. Pero el trabajo estaba hecho. Su traza hay que seguirla en una ristra de nombres como cuentas de un rosario.

Todo empezó con la guerra de sucesión por el trono del rey. Emigrado Carter a Francia (donde derriban las monarquías a golpe de guillotina), Richie Mo’unga subió al escenario junto a Marty McKenzie y Ben Volavola. Fue lo más parecido que se puede imaginar a un talent show. Ganó Mo’unga. Los otros dos se evaporaron hacia nuevos destinos. Ya vemos hacia dónde va el 10 de Crusaders.

Sigamos. El prolífico Johnny McNicholl emigró a Gales y el gigante Nadolo a Montpellier. Y por los flancos entraron o pasaron Digby Ioane, Macilai-Tori, Mataele y, desde luego, la opulencia versatil de Tamanivalu y George Bridge. Y al fondo Braydon Ennor, la (pen)última centella.

Luke Whitelock se marchó a Highlanders en su engañosa condición de hijo de un dios menor. Y en la tercera línea se inauguró un periodo de evangelistas apócrifos: Pete Samu, Whetu Douglas, Matt Todd o Jordan Taufua. Apóstoles de sermón y espada, que prometían el reino a tortazos. Los feroces prosélitos del mesías Kieran.

En ese estado febril, cada vez con mayor frecuencia en los partidos lo imposible se hacía probable y lo imprevisto, cada vez más posible. Era como seguir las manos de un tahúr.

Así, el veterano Andy Ellis salió para Japón pensando que le pasaba el testigo a Mitchel Drummond, pero en realidad quien iba a llegar para quedarse con todo era Bryn Hall. Mientras, Havili había aparecido en escena y pasó al fondo para desplazar al costado nada menos que al guadianesco Dagg. Su puesto a la derecha del padre, Ryan Crotty, lo ocupó Jack Goodhue, otro fenómeno del vuelo bajo los radares.

Por fin, y sin perjuicio de otras variaciones fascinantes que pudiéramos agregar, Scott Barrett se presentó un día en el jardín de Sam Whitelock y adelantó a todo el que se le puso por delante como suelen hacerlo los Barrett: por la derecha y sin intermitentes. Primero mandó al arcén a Luke Romano y ahora, cuando mira por encima del hombro, se encuentra con gente que afirma con toda la razón que, este año, Scott es el mejor Barrett de todos los Barrett posibles. Y algo así, en una familia como esa, supone la excelencia máxima.

De pronto, Crusaders se habían hecho campeones de nuevo, con una naturalidad irrefutable. Como en los días del Robertson jugador: cuatro títulos en sus siete años en la franquicia.

Robertson, con la camiseta de Crusaders, donde jugó durante siete años.

De pronto no, claro… Blackadder había construido la idea y Robertson la amplificó mientras cogía olas. Lo han querido de tantos sitios diferentes que podría haber emulado a los protagonistas de The Endless Summer, el inspirador documental de los años 60 en el que dos jóvenes amigos se embarcan en un viaje iniciático alrededor del mundo, subidos en sus tablas de surf, en busca de la mejor ola del planeta. O a William Finnegan, el periodista que perseguía tubos imposiblemente cristalinos mientras ejercía como corresponsal de guerra, ganaba el Pulitzer como escritor del New Yorker o publicaba otra obra seminal en busca de los secretos en la rompiente y el sentido de la vida: Años Salvajes.

En los pasajes iniciales de su carrera como entrenador, e incluso más tarde, Robertson podría haber abrazado el nomadismo como hizo en sus años de jugador -periodos en Perpignan y Japón-. Díganle nomadismo o, como defiende John Daniell, mera pulsión profesional: como han hecho Chris Boyd, Tony Brown, como hizo Mark Hammett, Dave Rennie, el mismo Henry o los mencionados Pivac, Gatland, Schmidt y, claro, Blackadder. Y muchos otros antes y después.

Pero Robertson rechazó aquella oferta de la Côte Basque y se quedó con sus tablas en el pico más cercano a casa. Y ahí sigue… pasando series onduladas mientras aguarda para enhebrar la ola perfecta. Una que rompe armónica desde Christchurch a Dunedin, de Hamilton a Rotorua, de Nelson a Wellington, Auckland o Invercagill. Para luego expandirse por el mundo entero. The All Black Wave. Una ola completamente negra.

Por Mario Ornat
Revista H

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