Autorretrato del pilier
El rugby es como la mafia, pero sin asesinatos. Está basado en la lealtad, el honor, la conciencia grupal, los parentescos por razón de sangre y los ajustes de cuentas en esquinas poco iluminadas o aprovechando la confusión de la autoridad frente a escenas equívocas de violencia soterrada.
El equipo viene a ser una famiglia. Entre 1964 y 1971, mi madre dio a luz a una primera línea completa. Si los tres hermanos no llegamos a jugar al rugby juntos fue sólo porque en el último parto alumbró a una niña, que con el tiempo se convirtió en mi hermana. Yo llevaba el 1 y mi hermano el 3. Los dos éramos pilares. Los únicos seres humanos en el mundo que no te afean el exceso de kilos son tu perro y los chicos del rugby. Él empezó a dejarlo el día que un talonador contrario le dio un cabezazo en el pecho. Yo seguí.
Me quedé solo… y me adoptó mi nueva familia, la del vestuario. Y seguí. Confiado en que el rugby mantiene los cuerpos jóvenes, a punto para el amor o para la guerra (que son dos signos indudables de la juventud), yo seguí. Aún sigo. Nunca fui nada importante ni lo seré, salvo para mis amigos y compañeros de equipo, supongo. Basta con eso.
No cambiaría un partido de los que ponen en la televisión por uno solo de los menesterosos encuentros, tan imperfectos, que yo haya jugado o aún tenga que jugar. El rugby constituye una experiencia profunda, una felicidad y una diversión que yo no encontré en ningún otro juego, una ética deportiva y de vida, una escuela de amistad inquebrantable, un modo de estar, de vivir, una sublimación de valores en medio de un entorno agresivo, de afirmación física. Si en algún momento pude dejarlo fue antes de llegar. Nunca después.
En realidad, sigo a la espera de que el rugby me retire de un mal golpe, como viene anunciándome mi madre desde hace más de una década; o me envíe una señal definitiva, irrefutable, de que mi hora ha llegado. Mientras tanto, sustrayendo cada día mayor terreno a la realidad en favor de la utopía, sigo entrenando y jugando, pasada ya de largo mi hora. Con los amigos de siempre, o con otros mucho más jóvenes. En un equipo modesto, pero no un equipo cualquiera, porque es el mío.
Y de rato en rato lo pienso, miro desde afuera para regodearme en cuánto me gusta todavía… y lo cuento. Como hacemos todos los que hemos estado en una melé, en un ruck, en un agrupamiento, en esa carrera o aquel ensayo. Todos esos que, orgullosamente, podemos proclamar: “Sí, yo estuve ahí… Yo he jugado al rugby”.
Extraido del Blog
Mama quiero ser Pilier